El editorial fue leído, la radio repitió los fragmentos principales, la televisión entrevistó al director, y en eso estaba cuando, al mediodía exacto, de todas las casas de la ciudad salieron mujeres armadas con escobas, cubos y recogedores y, sin una palabra, comenzaron a barrer las portadas de los edificios donde vivían, desde la entrada hasta el medio de la calle, donde se encontraban con otras mujeres que, desde el otro lado, para el mismo fin y con las mismas armas, habían bajado. Afirman los diccionarios que la portada es la parte de la calle correspondiente a la fachada de un edificio, y nada hay más cierto, pero también dicen, por lo menos lo dicen algunos, que barrer la portada significa desviar de sí cierta responsabilidad, gran equivocación la vuestra, señores filólogos y diccionaristas distraídos, barrer su portada precisamente fue lo primero que hicieron estas mujeres de la capital, como en el pasado también  lo habían hecho en las aldeas sus madres y abuelas y no lo hacían ellas, como no lo hacen éstas, para desviar de sí una responsabilidad, sino para asumirla. Posiblemente por esta misma razón al tercer día salieron a la calle los trabajadores de la limpieza. No venían uniformados, vestían de civil. Dijeron que los uniformes eran los que estaban en huelga, no ellos.

Quedo siempre asombrado ante la libertad de las mujeres. Las miramos como a seres subalternos, nos divertimos con sus futilidades, nos burlamos cuando las vemos desastradas, y cada una de ellas es capaz de sorprendernos súbitamente poniendo ante nosotros extensísimas campiñas de libertad, como si por debajo de su servidumbre, de una obediencia que parece buscarse a sí misma, alzasen las murallas de una independencia agreste y sin límites. Ante esos muros, nosotros, que creíamos saberlo todo de ese ser inferior que hemos venido domesticando o que encontramos domesticado, nos quedamos con los brazos caídos, torpes y asustados: el perrito faldero que con tan buena voluntad se contoneaba en el suelo, de espaldas, mostrando el vientre, se pone en pie de un salto, con los miembros estremecidos por la ira, y sus ojos son de repente ajenos a nosotros, y profundos, vagos, irónicamente indiferentes. Cuando los poetas románticos decían (o dicen aún) que la mujer es una esfinge, aciertan de pleno, benditos sean. La mujer es la esfinge que tuvo que ser porque el hombre se arrogó el señorío de la ciencia, del poder total, del saber todo. Pero es tanta la fatuidad del hombre, que a la mujer le bastó levantar en silencio los muros de su negativa final, para que él, tumbado a la sombra, como si estuviera acostado bajo una penumbra de párpados obedientes, pudiera decir, convicto: «No hay nada más detrás de esta pared».

Si alguna vez vuelvo a tener ojos, miraré verdaderamente a los ojos de los demás, como si estuviera viéndoles el alma, El alma, preguntó el viejo de la venda negra, O el espíritu, el nombre es igual, fue entonces cuando, sorprendentemente, si tenemos en cuenta que se trata de una persona que no ha hecho estudios avanzados, la chica de las gafas oscuras dijo, Dentro de nosotros hay algo que no tiene nombre, esa cosa es lo que somos.

Todos los nombres ll

…debe de haber en mi cabeza, y seguramente en la cabeza de todo el mundo, un pensamiento autóctono que piensa por su propia cuenta, que decide sin la participación del otro pensamiento, ese que conocemos desde que nos conocemos y al que tratamos de tú, ese que se deja guiar para llevarnos a donde creemos que conscientemente queremos ir, aunque, a fin de cuentas, puede que esté siendo conducido por otro camino, en otra dirección, y no para la esquina más próxima, donde una bandada de perdices nos espera sin que lo sepan, pero sabiéndolo nosotros, en fin, que lo que da verdadero sentido al encuentro es la búsqueda y que es preciso andar mucho para alcanzar lo que está cerca.

La verdad, si queremos aceptarla con toda su crudeza, es que, simplemente, no es posible describir un paisaje con palabras. O mejor, posible sí que es, pero no merece la pena. Me pregunto si merece la pena escribir la palabra montaña cuando no sabemos qué nombre se da la montaña a sí misma. Ya con la pintura es otra cosa, es muy capaz de crear sobre la paleta veintisiete tonos de verde que escaparon de la naturaleza, y algunos más que no la parecen, y a eso, como compete, le llamamos arte. De los árboles pintados no caen hojas.

¿Significa eso que algo puede suceder todavía?
¿Algo?, no, todo.
No comprendo.
Vivimos tan absortos que no reparamos en que lo que nos va aconteciendo deja intacto, en cada momento, lo que nos puede acontecer.

24.03

– ¿Reconoce que le dijo a la persona que estaba con usted “Algún día tendría que suceder”?
– Sí, lo reconozco.
– Piense bien antes de responder. ¿A qué se refería con esas palabras?
– Hablábamos de mi separación.
– ¿Separación, o divorcio?
– Divorcio.
– ¿Y cuáles eran, cuáles son sus sentimientos con respecto a tal divorcio?
– Creo que un poco de rabia, un poco de resignación.
– ¿Más rabia, o más resignación?
– Más resignación, supongo.
– ¿No le parece que, en ese caso, lo más natural hubiera sido soltar un suspiro? sobre todo si está hablando con un amigo.
– No puedo jurar que no haya suspirado, no me acuerdo.
– Pues nosotros tenemos la certeza de que no suspiró.
– ¿Cómo lo saben? si no estaban allí.
– ¿Y quién le dice que no estábamos?
– Tal vez mi amigo recuerde si me oyó suspirar, es cuestión de preguntarle.
– Por lo visto su amistad con él no es muy grande.
– ¿Qué quiere decir?
– Que invocar aquí a su amigo es crearle problemas
– Ah, eso no. Muy bien ¿puedo irme?
– ¡Qué ideas tiene, hombre! no se precipite. Primero tendrá que responder a la pregunta que le hemos hecho.
– ¿Qué pregunta?
– ¿En qué estaba pensando realmente cuando le dijo a su amigo las tales palabras?
– Ya he respondido.
– Dénos otra respuesta, ésa no sirve.
– Es la única que les puedo dar porque es la verdadera.
– Eso es lo que usted se cree.
– Claro que me puedo poner a inventar.
– Hágalo, a nosotros no nos importa nada que invente las respuestas que entienda. Con tiempo y paciencia, más la aplicación adecuada de ciertas técnicas, acabará llegando a lo que pretendemos oír.
– Díganme qué es y acabemos con esto.
– Ah no, así no tiene ninguna gracia. ¿Qué imagen se llevaría de nosotros, querido señor? Nosotros tenemos una dignidad científica que respetar, una conciencia profesional que defender, para nosotros es muy importante que seamos capaces de demostrarles a nuestros superiores que merecemos el dinero que nos pagan y el pan que comemos.
– Estoy perdido.
– No tenga prisa.

24.03

Se trataba, como ya se habrá comprendido, de que entrara en liza el famoso polígrafo, también conocido como detector de mentiras o, en términos más científicos, aparato que sirve para registrar simultáneamente varias funciones psicológicas y fisiológicas (…).
Conectado a la máquina por un enmarañamiento de cables, abrazaderas y ventosas, el paciente no sufre, sólo tiene que decir la verdad, toda la verdad y sólo la verdad y, ya puestos, no creerse, él mismo, la aseveración universal que desde el … principio de los tiempos nos viene atronando los oídos con la patraña de que la voluntad todo lo puede. Aquí vemos, para no ir más lejos, un ejemplo que flagrantemente lo niega; pues esa tu estupenda voluntad, por mucho que te fíes de ella, por tenaz que se haya mostrado hasta hoy, no conseguirá controlar las crispaciones de tus músculos, contener el sudor inconveniente, impedir la palpitación de los párpados, disciplinar la respiración. Al final te dirán que has mentido, tú lo negarás, jurarás que has dicho la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, y tal vez sea cierto, no mentiste; lo que ocurre es que eres una persona nerviosa, de voluntad firme, sí, pero como una especie de trémulo junco que la mínima brisa hace vibrar. Volverán a atarte a la máquina y entonces será mucho peor, te preguntarán si estás vivo y tú, claro está, responderás que sí, pero tu cuerpo protestará, te desmentirá, el temblor de tu barbilla dirá que no, que estás muerto, y a lo mejor tiene razón, tal vez, antes que tú, tu cuerpo sepa ya que te van a matar. No es natural que tal acabe sucediendo en los sótanos del ministerio del interior, el único crimen de esta gente fue votar en blanco, no tendría importancia si hubieran sido los habituales, pero fueron muchos, fueron demasiados, fueron casi todos, qué más da que sea tu derecho inalienable si te dicen que ese derecho es para usarlo en dosis homeopáticas, gota a gota.

Palabras, palabras, palabras

Nacemos, y en ese momento es como si hubiérarnos firmado un pacto para toda la vida, pero puede llegar el día en que nos preguntemos Quién ha firmado esto por mí…

Esas palabras que, probablemente, tal como se le presentaron, nadie las había dicho antes, esas palabras han tenido la fortuna de no perderse unas de las otras, han tenido quien las reuniera, quién sabe si este mundo no sería un poco más decente si supiéramos cómo juntar unas cuantas palabras que andan por ahí sueltas

Tiempo

El silencio que sucedió a estas palabras demostró una vez más que el tiempo no tiene nada que ver con lo que de él nos dicen los relojes, esas máquinas fabricadas a base de ruedecillas que no piensan y de muelles que no sienten, desprovistas de un espíritu que les permitiría imaginar que cinco insignificantes segundos escandidos, el primero, el segundo, el tercero, el cuarto, el quinto, fueron una agónica tortura a un lado y un remanso de sublime gozo al otro.

Lucidez

 
…Lo más natural del mundo, en estos tiempos en que a ciegas vamos tropezando, es que nos topemos al volver la esquina más próxima con hombres y mujeres en la madurez de la existencia y de la prosperidad que, habiendo sido a los dieciocho años, no sólo las risueñas primaveras de costumbre, sino también, y tal vez sobre todo, briosos revolucionarios decididos a arrasar el sistema del país y poner en su lugar el paraíso, por fin, de la fraternidad, se encuentran ahora, con firmeza por lo menos idéntica, apoltronados en convicciones y prácticas que, después de haber pasado, para calentar y flexibilizar los músculos, por alguna de las muchas versiones del conservadurismo moderado, acaban desembocando en el más desbocado y reaccionario egoísmo. Con palabras no tan ceremoniosas, estos hombres y estas mujeres, delante del espejo de su vida, escupen todos los días en la cara del que fueron el gargajo de lo que son.
 

El Grupo

Son diez o doce personas asustadas –un grupo. Se sientan alrededor de un saco lleno de miedos: el miedo a la soledad, el miedo al pasado, al presente y al futuro. Son unas cuantas personas trémulas que entre sí han decidido el fingimiento de ignorar la presencia del saco –y a esto le llaman valor. Son unas cuantas personas mudas de terror, que se ríen, se hacen preguntas y respuestas  –y a eso le llaman comunicación. Pero el saco esta ahí.
El grupo se agita, fermenta, organiza, tiene ideas, discute, pone, dispone y contrapone, se lanza a interminables charlas en las que el mundo es deshecho y rehecho –mientras que dentro del saco se anudan los miedos, viscosos como limacos, a la espera de su hora. Son diez o doce avestruces que esconden cautelosamente la cabeza en la arena y mueven en compañía sus colas emplumadas. Y son inteligentes. Todos han venido de muy lejos y saben mucho. Han leído todas las bibliotecas, han contemplado todos los cuadros de todos los museos, han oído toda la música existente. Tienen en el bolsillo de la chaqueta o en su cartera de mano las treinta y seis maneras radicales de transformar el universo próximo o remoto –pero ninguno de ellos ha transformado su pequeña vida personal y, en algunos casos, ésta ha sido desgraciadamente transmitida.
Cuando el grupo se dispersa (cosa inevitable, de vez en cuando, hasta por razones de higiene), continúa, de lejos, gravitando en torno del saco de los miedos. Ahí, el miedo a la soledad hace converger de nuevo los doce planetas en el foco central del sistema. Cada cual, presenta entonces su flaqueza y se espera que de doce debilidades nazca una fuerza. El grupo tiene esta ilusión.
Pero en la naturaleza profunda del hombre (y en su responsabilidad) está el que la confrontación de sí mismo con la vida tenga que pasar por una batalla personal con los miedos que la niegan. Y de nada sirve para la resolución del segundo problema (ser, siendo entero) esa embriaguez en común, ese paraíso artificial que es el grupo. El miedo a la soledad sólo puede ser vencido después de un cuerpo a cuerpo con la total desnudez del alma (si me explico bien) o de la abstracción a la que damos ese nombre. Y esa victoria no fue alcanza, ni siquiera ha sido quizá iniciado el combate, si se va a buscar en el grupo el mítico remedio, la panacea universal. Eso es aceptar la derrota antes de la primera escaramuza.
Hay también la vejez y la muerte. Aquí está el espejo y su lenguaje. Aquí está el brazo que no ciñe ya con su fuerza antigua. Aquí está el corazón que empieza a negarse a subir la cuesta. Aquí está el dolor sordo que anuncia lo irremediable. Aquí está el tiempo y el fin del tiempo. Del nuestro, del tiempo que le ha sido correspondido a cada uno de nosotros y cuya medida nos ocultan, pero que suena como el cantar rápido del agua que va subiendo en el cántaro. Aquí está, pues, la vejez y la muerte. Antes de ese miedo, estaremos solos. Es nuestra batalla particular, aquella en la que, en el fondo, más arriesgamos, porque es el cuerpo lo que está en juego, el cuerpo, que va perdiendo lozanía y vigor, belleza (si la tenía), la máquina esplendorosa hecha para la luz y a la que la luz abandona. Pero son tales las virtudes que el grupo tiene, que en él vamos a buscar la ceguera útil, ayudados por el espectáculo consolador de la decadencia de los otros.
Por fin, hay el miedo del pasado, del presente y del futuro, generador de las angustias cotidianas, sombra y amenaza constantes. El grupo pone en común tres o cuatro esqueletos del pasado de cada cual, lo que permite de la instauración de una benévola aristocracia de sentimientos, a través, naturalmente, de la lisonjera práctica del elogio mutuo. Pero el armario de los esqueletos con defectos óseos, ese, continúa bien cerrado, y la llave la guarda uno mismo y su copartícipe, si el patrimonio osamentario es común a dos. En cuanto al presente, el miedo está al alcance de la mano, al alcance del grupo, porque nada de aquello va a durar, porque el grupo segrega de su contradicción el veneno que lo destruirá. En el futuro. Mañana. Hasta el próximo grupo.
O hasta que cada una de las diez o doce personas descubra que es en sí misma donde está el mal y tal vez también el remedio. Y que el grupo es, a fin de cuentas, un poco de agua turbia donde va a diluirse y desaparecer, como frágil terrón de azúcar, la roca amarga y vertiginosamente lúcida (y por eso es capaz de alguna alegría perfecta) que es lo mejor de esa grandeza a la que suele llamarse condición humana.
 
 
 
Mal de muchos, consuelo de tontos